viernes, 22 de mayo de 2009

Dolors Alberola (España)

Solo motivo para la geometría

Cruza el halcón la luz en un silencio trémulo,
dibuja geometrías y, en el aire,
un resplandor de plumas testifica su sombra.
Es un río moviendo el color de lo opaco,
un pincel que devora la inmensidad y la hace
ser parte de su peso que, ingrávido, te mira.
Te está mirando y leve se abalanza
al resplandor dorado de tu torso.
Va bajando ligero y cada vez más cerca
presiente tu calor. Clava sus hierros
sobre tu carne y muere.
Sólo tú eras, desnudo,
el único motivo de su vuelo.

I

Ya hemos vuelto de nuevo al invierno de la lluvia.
Tocamos la gran piedra y su alquimia
nos redujo a cenizas.
De nada sirve, pues, la espesa tundra
de pensamientos firmes que tuvimos.
Hemos bajado al cálculo, nosotros,
los que erigimos torres
y fingimos silencios previamente.
Nuestras manos comienzan a diluirse, empero,
no quedó ningún verso capaz de pervivirnos.
Hemos vuelto al silencio,
al oscuro exactísimo que nadie deseamos.
Las gacelas no vierten sus más ligeros pasos
y hace un frío de vidrio que penetra los huesos.
De regreso al lugar donde nos sobra el nombre,
nosotros, los oscuros, no tenemos ya tiempo.
Los hijos, espantados, huyeron tercamente
y sólo somos miedo en las horas nocturnas.
Hemos vuelto a verter, entre la falda
pútrida de la tierra, nuestras viejas pasiones.
Aquí yacen ahora los más deseados pechos,
las narices perfectas de algún actor de moda,
los pinceles secretos que guardara el pintor
más dentro de sus ojos,
la moral predilecta de algún hijo de Dios
cuyo hábito podrido nos muestra los jirones
de la ambigua materia.
Aquí se desparraman niños,
vaginas no tocadas convierten en caminos
de larvas su pureza,
se desafora el pánico de no ser más besado,
se diluye la fe
como en un territorio de dioses pequeñísimos
que corroen la carne, impunemente.
Hemos vuelto de nuevo al jardín del invierno
a convertirnos tercos en suicidas rosales.
Si existe el jardinero que cuide nuestros tallos
habrá llegado tarde,
la nieve de la duda ahogó todos los cálices
y en el lugar secreto de la corola muerta
flotan lágrimas frías.

No hubiera amor más grande

He visto los mejores cerebros de mi
generación destruidos por la
locura, famélicos, histéricos, desnudos,
(Allen Ginsberg)


Ese de cuya sangre emerge la condena,
el que veis, ahí, muriendo, casi deshecho y frágil,
es mi padre.
Me niego a confesaros que lo fue
porque su carne vieja,
su mirada podrida, es la de un hombre.
Y es su muerte mi muerte, es mi condena.
Él, que apilaba imperios de sonrisas,
que acariciaba el mar y agarraba en la noche
pedazos de fantasmas que le amaban,
ahora, es sólo un fantasma.
Mi padre es el fantasma que recuerda
que sí existe la muerte, que es un cáliz,
que es un pozo fatal, que es otra cosa
distinta a esta desgracia de ser hombres
condenados a esto. Este que veis aquí,
tendido ante la sangre de mi sangre,
este cristo llagado que, sin nombre,
babea y nada puedo a su costado,
es un muerto de amor, es otro muerto.
No toquéis esos ojos de mi padre,
no enturbiéis su presencia,
dejad que en su crueldad ame la muerte
como me amara a mí,
encendida de pus en la mañana.

Regreso de Sodoma

Como el perro que gime al contemplar al amo
y ladea la cola y husmea en la vertiente;
como el perro que sabe que está escondido el hueso
y escarba, escarba, escarba en el pasado,
intentando mirar hacia las cosas
que ya no tienen fechas.
Lo mismo que ese perro
que se muere de frío en un camino
y los hombres suceden y lo miran,
pero no ven el daño. Lo mismo que ese can,
veo pasar la muerte, es una niña
que viene de Sodoma, como si aún tuviera
una antorcha encendida; la ciudad
tiene ya un nuevo nombre y otras casas
que se vienen cayendo como antaño.
Lo mismo que el lebrel
que persigue a la niña y va lamiendo
esa mano pequeña capaz de reventarlo,
lo mismo que esa fiera reducida,
que ese torpe animal, ya sin memoria,
que ese que fuera lobo y ahora, dócil,
se tumba sin comer y mira, miro,
y la muerte, la niña,
me tiende una sonrisa mientras palpa
mi testuz con la mano que pudiera ser de ángel.

La muerte, esa chiquilla que aún viene de Sodoma
como si nunca el dios quisiera perdonarnos.

Los perros de Jezabel

Estaban las murallas, esa tarde de campo estaban las murallas. Caminaba desnuda. La ciudad era otra, cambiante, más al sur, más antigua en el tiempo, quién sabe, o acaso más profunda. Ella estaba desnuda. Los perros la seguían por las viejas ruinas de una ciudad grandiosa. Las teselas brillaban bajo sus pies descalzos. Un perro se acercaba lamiéndole los pies, el viento hacía lo mismo con las hojas de acanto que, moviéndose, jugaban con la sombra. El mar era una llaga palpitando a lo lejos. Su silueta emergía detrás de la muralla como un copo de escándalo. Los perros aullaban. A su llegada todos acudían en ruedo. Desnuda y confiada se sentaba en el centro y vibraba en sus labios la canción que había aprendido de boca de unas lobas, más adentro, mar adentro quizás, en lo profundo de algún sueño de brujas. Cada perro, ordenado su gesto, se tumbaba. La ciudad, más moderna, o acaso menos dada a la belleza, seguía su trajín, llena de coches, vehículos ruidosos que cruzaban la tarde. Un humo espeso desprendía sus gasas sobre las ruinosas escalas de aquel templo. Ella, desnuda, en medio de unos canes que nunca morderían sus huesos. La muralla, sólo era, a pedazos, un marco diferente. Jezabel, no era ése su nombre.

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