viernes, 22 de mayo de 2009

Carmen Julia Holguín (México)

Dios te salve María

I
Dios te salve, María,
de la noche infinita,
del silencio asfixiante,
de la palabra ultrajada.

Dios te salve, María,
del miedo de los otros,
de la negligencia de algunos,
de la indiferencia de tantos.

Dios te salve, María,
de la oración que no se reza,
de la acción que no se hace,
de la protesta que se calla.

Dios te salve, María,
de mi ausencia,
de nuestra distancia,
de su presencia.

II
Dios te salve, María,
y te libre de desgracias.
Mi corazón está contigo;
bendita tú eres,
como todas las mujeres,
y bendito es tu vientre,
con fruto o sin él.

III
Dios te salve, María,
incluso
de tus mismos salvadores.

Plegaria

Me arrebataron mi nombre en el desierto,
Juan;
garras de odio me lo quitaron a jirones
y lo arrojaron entre los médanos congelados
de una noche sin luna.

Me lo hicieron pedazos
en medio de un silencio de siglos,
de horas infinitas
cargadas de dolor y humillación
ante cada sílaba ensangrentada
que se perdía en aquella oscuridad maldita.

No pude defenderlo,
Juan;
maniataron mi aliento,
vendaron mi corazón,
amordazaron mis manos y mis piernas
y me lo arrancaron de a poquito,
disfrutando el despojo.

Cuando el sol despertó entre las dunas,
me encontré sin nombre
y empecé a sentir un frío
que me abrazaba los huesos
y que no me deja incluso ahora,
a pesar de esta sábana blanca
que cubre los restos
de mi carne desorientada.

Estoy muy sola sin mi nombre,
Juan;
durante días han desfilado
frente a mi rostro de cuencas vacías
mi padre y mi madre
y no han podido llamarme hija,
mis hermanos
y no han podido llamarme hermana,
mis hijos
y no han podido llamarme madre
porque no tengo nombre.

Tengo miedo del silencio eterno,
Juan;
de que nadie pueda
volver a pronunciar mi nombre
desbaratado sobre la arena
que ahogó mi sueños.

Sálvame, Juan.
Nómbrame Ana, Luisa, Rosario,
Yolanda.

Bautízame, Juan.
Llámame Clara, Rebeca,
Lucía.

Ayúdame a decir presente
cuando Dios llame a todos sus hijos
por su nombre.

Recomenzar

El escritor observó complacido
la sangre que se deslizaba
del cuerpo inerte del protagonista
y que corría por al menos diez páginas
seguidas
de su última novela.

En un descanso de su labor
con el ábaco de las palabras,
se sentó a mirar las noticias:
ciento cincuenta muertos
en un sorpresivo ataque suicida
en la zona del conflicto.

El autor empezó a llorar
inconteniblemente,
heridas sus pupilas inocentes
con las niñas de otros ojos
insomnes para toda la muerte.

Así estuvo por varios días
hasta que volvió a aquel pueblo de papel
y arrojó entre las letras púrpura
toda la sal de sus lágrimas
para que nadie resbalara con el hilo rojo
que trazaba la línea perdida de la vida.

Dulce ya la lluvia que resbalaba por sus mejillas,
la tomó en el cuenco de sus manos,
abrevó en ella la sed
que lo estaba consumiendo
y recomenzó la historia.

Acto de compasión

Primero,
en nombre de la paz
invadieron su país,
bombardearon su pueblo,
destruyeron su casa,
y en innumerables fragmentos
le arrancaron toda posibilidad
de sostener una pelota,
un cuaderno,
una mano prójima
con la carne de su carne.

Después,
en nombre de su infinita compasión,
los libertadores le regalaron
—cámaras de televisión
atestiguaron el emotivo momento—
dos hermosos
brillantes
fuertes
y perfectos
brazos
de plástico.

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